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La venganza y el perdón

ENRIQUE ROJAS MARCOS


Enrique Rojas Marcos, es catedrádico de Psiquiatría.

l perdón es un gran acto de amor. No se trata de pedirlo por una pequeñez: un pisotón, un golpe inesperado o una cosa trivial. Hablo de perdonar cuando se ha cometido una humillación, una herida en el corazón de otra persona, un desprecio, una injusticia flagrante, un maltrato físico o psicológico, sabiendo muy bien lo que se hacía. Pienso ahora, mientras escribo estas líneas, en tantas situaciones terribles por las que pasa el ser humano: por ejemplo, los dramas de matrimonios rotos en donde la dureza, la tortura psicológica y el despecho sistemático hicieron estragos y llevó las mejores ilusiones. El análisis está erizado de dificultades. Serpentean en estas masas de pensamientos por los que me abro paso, trampas y vericuetos pantanosos.

El inventario de sufrimientos que puede padecer una persona llega a formar un mosaico diverso y frondoso, en donde se hospeda una serie de conductas de sinsabores, tristezas y desencantos, unas veces de forma clara, otras camufladas, que constituyen un mapa de dolor físico y psicológico de valles y quebradas. Esa lista es el cuento de nunca acabar y, al mismo tiempo, todo está descrito y tipificado.

El escándalo del sufrimiento por el que puede transitar el ser humano es kafkiano, increíble, impensado, una caja de sorpresas para la que se debe estar preparado teniendo unos cimientos sólidos, fuertes, resistentes y una visión de la vida natural y sobrenatural, física y metafísica, inmanente y trascendente.

El sufrimiento no superado puede volver a esa persona agria, amargada, resentida, dolida, echada a perder. El mismo sufrimiento que a unos los hunde y los sumerge en el odio, a otros los purifica y los hace más humanos y con más capacidad de amor. El tema es saber darle la vuelta al argumento y saber pasar las páginas de esas experiencias negativas, superándolas y mirar hacia delante.

El principal problema que se plantea aquí es quedarse instalado en el rencor. Que significa: sentirse dolido y no olvidar. Y entonces, puede suceder que unos de los motores principales de esa vida sean la revancha y el odio. Son dos caras de una misma moneda. En la revancha rige esta formula: el que la hace la paga y hay que buscar el momento oportuno para devolver el golpe; hay desquite y actitud de venganza. Mientras que el odio es el deseo de destruir al otro o hacerle todo el daño posible, de palabra y de obra; hay aversión clara hacia esa persona, esperando que le suceda algún mal de importancia.

Son dos actitudes complementarias que funcionan como una tierra seca y requemada, donde se oyen los alaridos de los chacales y el crascitar de los buitres oteando la presa. Se mueven por esos pasadizos cautelosos de hacerle daño, descalificarlo y no perder la ocasión de hacer algo contra él. El paisaje mental se puebla de estas sombras de enemistad, que se deslizan sembrando frutos de destrucción, tentados por la astucia sutil de buscar los momentos más oportunos para tener la maquinaria dura de la venganza y el odio bien engrasada.

Frente a las heridas no resueltas, éstas regresan a nuestra intimidad por la puerta de atrás. Y se cuelan como un ladrón, robando la paz y la tranquilidad interior. El perdón tiene dos notas: una inmediata y otra mediata, cercana y lejana. Te perdono, me perdonas. Y después, otra fase que necesita tiempo: luchar por olvidar. Porque el perdón consiste en renunciar a la venganza y al odio. De este modo, la persona no se endurece y de ahí brotará una nueva forma de entender la vida. Insisto: renunciar a las represalias, al ajuste de cuentas, al correctivo, a la ley del talión... sólo puede hacerlo una persona superior en calidad humana, en donde la reivindicación justiciera no va a tener cabida, tras un esfuerzo por superar las heridas y atropellos recibidos.

¿Puede una madre perdonar al asesino de su hijo? ¿Pueden los padres de una joven violada perdonar al agresor así porque sí? ¿Puede una mujer maltratada por su marido, del que se ha separado traumáticamente y que no le pasa una pensión digna perdonarle? ¿Es posible el perdón tras saber que un sujeto ha buscado el golpe seco en la vida de otra persona, en el sitio que más le duele, en el talón de Aquiles... por lo que va a tardar en recuperarse de ello unos cuantos años? ¿Se puede pasar las páginas y olvidar, tras ser difamado, ofendido, ultrajado y casi destruido? Hablamos de un daño objetivo, claro, contundente, que se puede pesar y medir.

¿Qué quiere decir perdonar? Significa aceptar los hechos e intentar comprender esa conducta y tratar de que el tema se aleje del escenario mental cada vez más. Y considerar a esa persona como digna de compasión. Sin un profundo sentido espiritual no es posible el verdadero perdón.

Pero tenemos que ser realistas. Las reacciones naturales, e incluso lógicas y hasta necesarias, son algunas veces las ya mencionadas, a las que añadimos la ira, la indignación, la respuesta virulenta y malévola que busca el desagravio. Desquitarse, que el otro escarmiente, que uno sea indemnizado viendo la ruina y el desastre del otro. Todo eso es humano, pero no es sobrehumano; es natural, pero no es sobrenatural.

Es normal que ante una injusticia padecida y soportada quedemos dolidos por esa herida y tengamos la tendencia a pasar factura. Dice la filósofa alemana Jutta Burggraf que «todo dolor negado retorna por la puerta trasera y permanece largo tiempo como experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables».

El acto de perdonar es de una sabiduría superior. No es algo que se pueda valorar a corto plazo, sino en las distancias largas. La venganza y el odio envenenan la vida. Una persona resentida queda atrapada en el pasado y le va a costar proyectarse de forma sana hacia el futuro. Hay un pensamiento positivo que es éste. Yo sufriendo y pasándolo mal por el agravio recibido y, mientras tanto, la otra persona tranquila y reposada haciendo su vida y ajena a lo que yo estoy pasando. Pura lógica. No me compensa.

Y de otro lado, tener conciencia de que el resentimiento es intoxicación, repetición mental del acontecimiento que puede llegar a convertirse en algo obsesivo, en donde lo de atrás se vuelve pesado, duro, devastador, latigazos secos que se cimbrean por los escenarios mentales y producen un incendio de fuegos que piden abrirse paso y destruir a esa persona que nos hizo tanto mal. Los agravios no curados vuelven a ese individuo neurótico. Y tiende a herir a los que tiene cerca, porque esa llaga, al no estar bien cerrada, destila agresividad, mordacidad, ofensa y ganas de venganza y desquite.

La capacidad para olvidar y perdonar es propia de las personas maduras y llenas de amor. Aquí los que pierden, ganan. Es más fácil hablar del amor que practicarlo. Una persona psicológicamente sana es aquella que vive en el presente, ha luchado contra viento y marea por superar las durezas del pasado y vive abierta y empapada de porvenir. Y también lo diría en sentido contrario: el que está atado a los recuerdos negativos y no es capaz de alejar de sí el daño sufrido se va convirtiendo en alguien con un trastorno psicológico, que le puede acompañar durante años, como la sombra al cuerpo. Y el instalarse en un estado de tensa duermevela agazapada.

En positivo, el agradecimiento es la memoria del corazón. En negativo, el sufrimiento no superado es la infelicidad instalada en nuestra cabeza. Hay tres ingredientes esenciales que deben vivir en nuestro patrimonio interior si queremos encaminarnos bien hacia la felicidad: corazón, cabeza y espiritualidad. Sentimientos, argumentos y razones para vivir.

El perdón no consiste en hacer una especie de borrón y cuenta nueva, de aquí no ha pasado nada. No es eso. Exige renunciar a la venganza y al odio por un fin superior: si sólo se vive una vez, si la vida es una ocasión única de sacar lo mejor de uno mismo, yo perdono y olvido, disculpo, no llevo cuentas de esas fechorías que me han dejado maltrecho y me crezco en la adversidad con un corazón de oro. Esto sé que es heroico, que está muy por encima de la media, pero es el triple salto, la pirueta de practicar la excelencia, el fino licor de la sabiduría más excelsa: ser bueno (y ser tonto, que es lo que dirían muchos) tender la mano al otro sin pedirle explicaciones (que se rían de uno y lo tomen por loco) y, al mismo tiempo, que no me quede dentro la rabia contenida haciendo estrago, reunión de fragmentos dispersos de tragedias que entran a raudales en ese ser humano y terminan por inutilizarlo para una vida digna, creativa, empujada por los mejores vientos de una afectividad alada y vertical. Es el misterio de la grandeza de los santos: que tuvieron una felicidad incomparable porque, no teniendo nada, lo tuvieron todo. Jesús de Nazaret es la medida del perdón.

Saber perdonar todo y a todo es sobrehumano. Pero ése es el reto. El cristianismo tiene las mejores respuestas para esto. Perdonar hasta setenta veces siete, dice el texto evangélico. Y eso resulta difícil de practicar, quién lo duda.

Pero es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia. No hay justicia sin perdón, ni perdón sin misericordia. El perdón no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación. Repito: el perdón con el esfuerzo por olvidar es la forma más alta de amor gratuito. No hay otra más elevada. Es la gran salida. Merced al perdón se deshacen los nudos. Llegar a adquirir la cultura del perdón es estar cerca de una de las puertas de entrada del castillo de la felicidad.

Perdonar es borrar la culpa recibida, olvidarla porque el tiempo cura todas las heridas y renunciar a devolver un castigo proporcional. La misericordia es superior a la justicia.


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