"PIDO UNA SEÑAL"
(El orgullo era el peor impedimento)


José Martín Pérez


José Martín Pérez, es Asesor Fiscal.

NO ES fácil ser una persona impedida y al mismo tiempo ser feliz. La mayoría de los que se ven afectados por impedimentos físicos se deprimen, por lo menos de vez en cuando. En esas ocasiones, suelen preguntarse: “¿Por qué me ha tenido que pasar a mí?”.

Yo no era una excepción. Nací con un grave impedimento físico que me imposibilita andar, sostenerme en pie y hasta valerme de las manos. Es comprensible que esto haya dejado una profunda huella en mi personalidad. Todavía recuerdo los celos y la frustración que sentía de niño al ver a otros niños correr y saltar.

A veces iba a una iglesia cercana para implorar a Dios que me ayudara. Repetía fervorosamente veinte o treinta “padrenuestros” y otras tantas “avemarías”, y entre esas oraciones intercalaba una sincera súplica: “Por favor, Señor, ¡cúrame!”. ¡Cuántas cosas prometí a Dios si me curaba!

Las semillas del orgullo

Nací en Granada, una hermosa ciudad del sur de España situada al pie de las encumbradas montañas de Sierra Nevada. De pequeño, mi impedimento físico me motivó a desarrollar otras habilidades, y para cuando tenía siete años, iba más adelantado en la escuela que los demás niños de mi edad. Me mezclaba entre los otros niños con bastante normalidad, y jugaba con ellos arreglándomelas para moverme mañosamente a pesar de estar sentado en mi sillita de anea. Hasta aprendí a dibujar y escribir con el pie izquierdo mediante sostener el lápiz entre los dedos.

En cierta ocasión, el periódico local publicó un artículo sobre mí, y entre las fotografías que incluyeron, había una en la que se me veía escribiendo con el pie. Debido a esta publicidad, recibí numerosos premios y viajes, además de la admiración de otros. Todo esto sirvió para fomentar en mí un espíritu de vanidad y presunción. El orgullo se estaba apoderando de mí.

Los efectos del aislamiento al que me vi sometido

Pronto tuve que dejar de asistir a la escuela. Estaba creciendo, y a mi madre se le hacía imposible llevarme y traerme de la escuela a nuestro apartamento, situado en un segundo piso. Por consiguiente, a partir de los trece años continué mi educación mediante cursos por correspondencia. Me resultaba fácil estudiar, y progresaba bien; pero el aislamiento al que me veía sometido iba repercutiendo en mí. Aunque exteriormente seguía pareciendo alegre y vivaracho, empecé a reflexionar en mi condición física y en lo que esta supondría para mí en el futuro.

En 1971 gané una beca para estudiar durante un año en Madrid, en un centro de rehabilitación de inválidos dirigido por monjas católicas. Fue allí donde aprendí a escribir a máquina valiéndome de un palito en la boca, algo que me ha resultado muy útil. Por supuesto, la religión era una parte obligatoria de nuestra rutina semanal. Todos los domingos nos reuníamos a las siete de la mañana para asistir a misa. Aunque aquellos ritos me parecían superfluos, asistía fielmente porque quería agradar a las monjas que con tanto esmero cuidaban de mí.

Después de pasar un año en Madrid, regresé a Granada. Progresivamente me fui haciendo más introvertido, encerrado como estaba entre las cuatro paredes de mi casa. Pasaba la mayor parte del tiempo leyendo novelas y otros libros que caían en mis manos. También seguía la moda del momento: me dejé crecer la barba y el cabello. Pero aquella no fue una época feliz de mi vida.

Pido una señal

La soledad y la sensación de desamparo hacían que a menudo me sintiese malhumorado. Le oraba a Dios y le pedía alguna señal que demostrase su existencia y su interés por mí. Dios sí me proporcionó una señal, pero no de la clase que yo esperaba. Fue a finales de 1973. Un testigo de Jehová llamó a nuestra puerta y, como mi madre estaba de compras, fui yo quien abrió. Escuché lo que me dijo, y al concluir la conversación, me ofreció el libro La Verdad que lleva a vida eterna. Lo acepté inmediatamente, pues en aquel tiempo estaba dispuesto a leerlo todo. Leí el libro entero aquella misma tarde, y quedé realmente sorprendido por su contenido, en especial por dos prohibiciones bíblicas: el valerse de imágenes para la adoración y el usar la sangre de modo incorrecto. (Éxodo 20:4, 5; Hechos 15:28, 29.)

El Testigo volvió a la semana siguiente, y mientras me exponía lo que la Biblia enseñaba, yo le demostré cómo podía encender un cigarrillo ¡utilizando solo los pies! Me ofreció un estudio gratuito de la Biblia durante seis meses. Lo acepté inmediatamente, sin darme cuenta de que, en realidad, aquella era la señal que había estado pidiendo.

Pronto asimilé un buen caudal de conocimiento bíblico. Sin embargo, el hacer los cambios necesarios en mi vida a fin de ser un verdadero discípulo de Cristo era una cosa muy diferente. Mi mayor problema era mi personalidad.

“El conocimiento hincha”

Una breve experiencia ilustrará cuál era mi mentalidad. Después de haber estudiado la Biblia por unos seis meses, un ministro viajante de los testigos de Jehová me visitó y me preguntó por el progreso que había hecho. “Me va muy bien. Ya me he aprendido de memoria quinientos textos bíblicos”, respondí con una amplia sonrisa de satisfacción. “¿De verdad? ¿Quinientos textos bíblicos?”, repitió con cierta incredulidad. “Sí, ¡quinientos! Mira, los tengo todos escritos aquí, en esta libreta”, dije todo ufano. Intrigado, me probó con Proverbios 18:1. Inmediatamente le repetí palabra por palabra ese versículo: “El que se aísla buscará su propio anhelo egoísta, contra toda sabiduría práctica estallará”. Entonces me preguntó: “¿Estás aplicando lo que dice este texto? ¿Te reúnes con regularidad con tus hermanos cristianos?”. “Sí, lo hago”, dije, pues los hermanos de la congregación me ayudaban bondadosamente para que pudiera asistir a las reuniones.

Después de un par de preguntas más, vio que verdaderamente había memorizado todos aquellos textos. Pero también se dio cuenta de que yo estaba prestando más atención a adquirir conocimiento bíblico que a aplicarlo en mi vida. Me recordó el texto de 1 Corintios 8:1: “El conocimiento hincha, pero el amor edifica”, y me ayudó a ver la necesidad de cambiar mi personalidad.

Con el tiempo, dejé de fumar, mejoré mi apariencia y eliminé la lectura que no era edificante. En junio de 1975, a los dieciocho meses de haber recibido testimonio por primera vez, me bauticé.

La lucha contra mi orgullo

Aun así, todavía no había vencido mi orgullo. Mis circunstancias me permitían estudiar tres o cuatro horas al día, por lo que pronto acumulé un vasto caudal de conocimiento bíblico que estaba ansioso por dar a conocer. Muchos Testigos de la congregación a la que pertenezco empezaron a acudir a mí con sus preguntas bíblicas y hasta con problemas personales. Me sentía muy feliz de utilizar mis aptitudes para ayudar a otros, pero, a veces, eso también favorecía mi vanidad.

Con el tiempo, mi presunción se hizo menos evidente. Cada vez que me daba cuenta de que estaba desplegando orgullo, oraba a Jehová para pedirle que me ayudara. Le pedía ayuda especialmente para tener el motivo correcto: utilizar mi conocimiento para el bien de otros y no para mi propia gloria.

Una fuente de verdadera felicidad

Testificar a todo aquel que veía se convirtió en una fuente de verdadera felicidad para mí. Compartir con otros lo que había aprendido me producía una sensación de satisfacción interior, y además, me hacía salir de la concha en la que me había retirado, pudiendo así mezclarme con los demás y ser de utilidad a algunos de ellos. Algo que me produjo especial satisfacción fue poder ayudar a un señor muy mayor con problemas similares a los míos.

Lo conocí mientras daba testimonio a dos hombres en la calle. Durante mi conversación con ellos, no pude evitar fijarme en un hombre que, apoyado sobre dos muletas, pasaba cerca de nosotros de vez en cuando. Cada vez que pasaba, se paraba por unos momentos como si quisiese escuchar lo que estábamos hablando. Finalmente, se detuvo frente a mí y me preguntó: “¿Es verdad todo eso del Diluvio?”. Le dije que sí y le expliqué lo que significaba para nosotros hoy día. Con el tiempo pude estudiar la Biblia con él.

A pesar de su edad y de sus problemas físicos, progresó y aplicó la Biblia en su vida. Se bautizó a la edad de ochenta años. Su esposa, que al principio se burlaba de él, se bautizó a los ochenta y cinco años de edad.

El ayudar a los disminuidos físicos o a los que necesitan apoyo de otras maneras hace que me resulte más fácil olvidarme de mis dificultades. En total, he podido ayudar a diez diferentes personas a conocer la verdad de la Palabra de Dios. Esto ha representado una verdadera fuente de estímulo para mí.

Ya no busco mi propia gloria

Lo más importante es que he descubierto que el tener un impedimento físico no impide necesariamente encontrar la felicidad en la vida. El llegar a conocer al Creador me ha ayudado a ser realista y a encararme a mis impedimentos, incluyendo mi orgullo. Trato de vivir una vida normal dentro de lo posible. Ahora puedo trabajar y ganar mi propio sustento, lo que me produce una gran satisfacción. Disfruto de mi labor como anciano en la congregación local, y trato de participar de manera activa en la predicación de las buenas nuevas del Reino. (Marcos 13:10.) Sin duda, el poder ayudar a otros es lo que más felicidad me proporciona. Y al mismo tiempo, he aprendido a buscar la gloria de Jehová y no la mía propia. (Lucas 17:10.)—Según lo relató José Martín Pérez y fue publicado en ¡Despertad! Del 8 de noviembre de 1988.


SEGUNDA PARTE