Salomón y la Reina de Saba

MARIA TERESA RUBIATO DIAZ

Profesora titular de hebreo de la Universidad Complutense de Madrid. Directora de la Misión Arqueológica Complutense en Tel Hatsor.

 

Refiere la Biblia que Salomón, hijo de David y su sucesor al frente de Israel, fue un poderoso y sabio monarca al que la enigmática reina de Saba quiso conocer. Un relato fascinante que nos sitúa en la frontera de la Historia.

 

lto y fuerte. Así era Saúl, un guerrero que tuvo que ganar con la espada su condición de primer soberano de lo que eran turbas aún sin personalidad, un hombre atormentado en el filo del gran cambio inevitable de un régimen tribal a otro centralizado. David, su sucesor, era rubio. Un ser humano con defectos y virtudes, que pecó y abusó, que amó, que danzó exultante y que lloró. Y también un guerrero astuto y valiente. Tampoco a David le fue regalada la condición de segundo monarca de aquel aglomerado tribus. Pero no sabemos cómo era Salomón, el tercer y último monarca único del «todo Israel». Tal vez ni siquiera se llamaba Salomón antes de acceder al trono, sino Yedideyah, «el amado de Yahvé», como le puso por nombre al nacer el profeta Natán ( I Reyes, 12, 25). El aspecto más humano de Salomón es su propia concepción y nacimiento, ya que es fruto del consuelo y amor de David a Betsabée, desolados por la muerte de su anterior hijo sin nombre, muerto apenas nacer. También es humano Salomón – en el peor sentido – durante su ascensión al trono, cuando elimina a sus posibles rivales. Y ya en el trono, el relato bíblico se aleja de la novela de una vida y perfila un estereotipo más que una personalidad.

Salomón ya no es un rey-caudillo. Ha nacido y vivido en la incipiente corte real de su padre, y no se ha ganado la corona con las armas sino que es rey por ser hijo de rey (aunque no el de mejor derecho: era a Adonías, muerto por orden de Salomón a quien correspondía suceder a David). El carácter hereditario de la monarquía se inaugura así junto con la administración centralizada y la capacidad del Estado para abordar obras públicas y otras misiones de mayor alcance que las que un régimen tribal puede llevar a cabo. La Biblia, en efecto, describe con amplitud el reinado y las obras de Salomón.

EN LA FRONTERA DE LA HISTORIA

Por primera vez, el protagonista de la narración bíblica no es sólo «un hombre que llega a ser rey», como en las magníficas novelas que son las historias de Saúl y David, sino «un rey». Sabemos que la Historia se escribe a impulsos de poderes centralizados, nace selectiva, tendenciosa e incompleta, y frecuentemente se autojustifica con pasados reinterpretados a conveniencia. Las lisonjas, exageraciones, tendenciosidades e inexactitudes de las crónicas a medida del soberano están servidas. Estamos ya, en cuanto al texto bíblico, en la frontera de la Historia.

Pero la Biblia no tiene ninguna intención de ser «historia» en sentido técnico, así que tanto la proclamación de su carácter histórico como la acusación de falta del mismo son radicales incoherencias. Si lo que queremos saber es cómo era Salomón hombre, por fuera y por dentro, poco nos va a decir el texto bíblico. Y si lo que queremos es saber simplemente si existieron él y su reino, fuera de lo que el texto bíblico nos cuente, habremos de recurrir a otras fuentes. Serán pocas e indirectas, pero firmes.

ENCUENTRO EN JERUSALÉN

En esta frontera nebulosa, entre la historia y la leyenda, tal vez pudiera insertarse la visita de la reina de Saba a la corte del rey Salomón, que la Biblia cuenta así: «Conocedora la reina de Saba de la fama de Salomón en el nombre de Yahvé, vino para ponerle a prueba con enigmas. Entró en Jerusalén con un importante séquito de camellos cargados de aromas y oro en grandísima cantidad y piedras preciosas y, llegada ante Salomón, le expresó cuanto tenía propósito de decirle. Salomón le declaró todas sus consultas, sin que ni una sola cosa se le ocultase al monarca y no se la resolviese. Cuando la reina de Saba vio toda la sabiduría de Salomón, la casa que había construido, la jerárquica colocación de asientos de sus dignatarios, el funcionamiento de sus ministros y sus uniformes, sus provisiones de bebidas y los holocaustos que ofrecía en la casa de Yahvé, se quedó como sin aliento, y dijo al rey: “Verdad era lo que yo había oído en mi país sobre tus cosas y sabiduría; pero no daba crédito a lo que me contaban hasta que he venido y mis propios ojos lo han visto; mas he aquí que no se me había referido ni la mitad: son mayores tu sabiduría y excelencia de lo que yo había oído. Felices tus gentes, felices éstos tus servidores, que están siempre ante ti y escuchan tu sabiduría. Sea bendito Yahvé, tu Dios, que se ha complacido en ti, poniéndote sobre el trono de Israel, a causa de su amor eterno a Israel, y te ha constituido rey para que ejercites derecho y justicia”. Luego regaló al monarca ciento veinte talentos de oro, aromas en grandísima cantidad y piedras preciosas. Nunca más llegó tal abundancia de aromas como la que la reina de Saba regaló al rey Salomón. [...] El rey Salomón dio a la reina de Saba cuanto ella le pidiera, además de lo que regaló con la munificencia que correspondía al rey Salomón. Ella se volvió después y marchó a su país acompañada de sus servidores» (I Reyes, 10, 1-10; 13).

Mas de nuevo, al hilo de este episodio, es inevitable preguntarse si Salomón – como la propia reina – fue un personaje «histórico» o legendario. Ésa es una pregunta tan frecuente como mal formulada. Buscad bajo una leyenda y hallaréis un hecho real: un hecho deformado, generalizado y aprovechado para ignotos propósitos (desacreditación o glorificación, justificación o descalificación, política o religión, y un largo etcétera). Pero que ocurrió en la realidad. Para que sea un hecho «histórico», hemos de ponerle un «donde» y un «cuándo». Y a pesar de otros múltiples detalles, el texto bíblico nos deja sin eso que tan afanosamente buscamos en nuestro tiempo: una fecha exacta.

LA INFLUENCIA EGIPCIA

Una dificultad de partida es la falta de referencias a Salomón fuera de la Biblia. Pero es precisamente esa ausencia de noticias la que paradójicamente hace verosímil la existencia de un reino como el de Salomón en un determinado momento: mediados del siglo X a.C. Por entonces las tradicionales potencias de la zona (Egipto, Mesopotamia) estaban en horas bajas, y sólo en esas circunstancias – que no volvieron a repetirse – podía el antiguo Canaán conformarse en pequeños estados: Fenicia al norte, Israel-Judá al centro, Filistea en la costa, Ammon, Moab y Edom al otro lado del Jordán, y otros pueblos más o menos organizados en el resto del llamado Creciente Fértil. Todos apoyados voluntaria o involuntariamente los unos en los otros, al calor del tráfico de mercancías que resucitaba tras el colapso de las grandes potencias.

Mientras que Egipto no se menciona como poder político en la tradición bíblica de David, varios faraones tienen un papel importante durante el reinado de Salomón. A comienzos del mismo, un faraón atacó la ciudad de Guezer, y la dio en dote a su hija al casarse con Salomón. Pudo ser Psusenes II o mejor Siamún, uno de los últimos faraones de la dinastía XXI.

Aunque los textos egipcios conocidos no mencionan esa boda, hubo una fuerte influencia cultural egipcia en la corte de Salomón. Es evidente el paralelismo terminológico del gabinete real salomónico con el egipcio, y la estructuración del país en doce distritos administrativos. Incluso algún autor ve en esa organización una influencia de dirección contraria. En todo caso, que el mismo tipo de administración aparezca al mismo tiempo en Israel y en Egipto no parece una simple coincidencia. Es posible también que la tradición literaria de los doce hijos de Jacob y de las doce tribus de Israel tuviera su origen en esa organización de distritos, como han sugerido algunos autores.

Otro faraón mencionado en el relato bíblico de Salomón es Shishak, que aparece por primera vez en relación con la revuelta de Jeroboam (I Reyes, 11, 26-42). Shishak (Sheshonk I) es el fundador de la dinastía XXII (de origen libio), una fuerte personalidad que quiso restaurar el poder egipcio en Canaán. Su ascensión al trono (hacia el 945 a.C.) marca un cambio en el reinado de Salomón: en lugar de un amigo y aliado tuvo ante sí un Egipto hostil que animaba a los opositores a Salomón, Rehoboam, Shishak organizó una expedición militar contra Judá e Israel, que el faraón conmemoró en los relieves del templo de Amón en Karnak.

LOS REINOS DE SALOMÓN Y SABA

Esa expedición de castigo y botín dejó claros niveles de destrucción en ciudades que habían sido «salomónicas». Así, todo un caudal de datos muy recientemente obtenidos por la arqueología va corroborando una reurbanización del antiguo Canaán hacia la mitad del siglo X a.C., en que la mayoría de los yacimientos arqueológicos (Meguido, Guezer, Hatsor, Rehov y otros en Jordania) parecen haber sido construidos o reconstruidos hacia esa fecha, mostrando luego un nivel de destrucción correspondiente a la campaña de Shishak hacia el 925 a.C.

Toda la cultura material y el modelo de asentamiento humano muestran evidencias de un cambio social. La población se duplica de Saúl a Salomón, como resultado de una explosión demográfica y de un cierto bienestar económico. El cambio en la cultura material durante el siglo X a.C. se aprecia no sólo en las obras públicas (puertas de ciudad, murallas, abastecimientos de agua, almacenes, etc.) sino también en un tímido regreso de los objetos de lujo y en la cerámica, que es de mejor calidad y que presenta los primeros ejemplares fenicios importados e imitados localmente. Muchas ciudades del norte y del sur del territorio muestran facturas arquitectónicas que parecen emanadas de una misma mente organizadora justamente en ese siglo X a.C.

La Biblia describe de forma un tanto optimista los territorios a los que alcanzaba el poder de Salomón. Sin embargo, en éste como en tantos casos, es mucho lo que se le hace decir al texto bíblico y que en realidad no dice. No se trata de un «imperio» sino más bien de un «emporio». Los reyes mencionados como sujetos a tributo siguen siendo reyes. Tal vez el simple hecho de no estar en guerra con un rey y sí en tratos comerciales, aunque sólo fueran de acuerdos aduaneros, ya era considerado por el cronista salomónico como signo de sumisión.

Algunos de los lugares que la Biblia menciona han sido malinterpretados. Por ejemplo, «Tamar en el desierto» es confundido a veces con Palmira en Siria, lo que sería una exageración, cuando se trata de un modesto fortín en el Negev que, en efecto, ofrece un primer nivel del siglo X a.C., así como otros fortines en la misma línea que sin duda sirvieron al rey sabio para mantener sus peajes sobre las mercancías de las caravanas.

En cuanto a la localización del reino de Saba, la Biblia no indica nada. La narración de la expedición a Ofir a través del mar Rojo está intercalada en la de la expedición de la reina de Saba (I Reyes, 9, 26-10, 22) pero no deben confundirse ambos hechos. La reina llega en camellos y lleva consigo especias, características ambas de la península Arábiga. Aunque la visita de la reina de Saba parece contada para glorificar a Salomón, textos asirios de los siglos VIII- VII a.C. mencionan una reina de Saba (mejor Shebah o Shabah) en el norte de Arabia septentrional. A la luz de esos textos, la reina de Saba pudo haber venido del desierto transjordano más que del extremo sur de Arabia, y muy probablemente para algo tan prosaico como obtener alguna mejora o rebaja aduanera.

UNA REINA LEGENDARIA

Nada sustenta en la Biblia las leyendas que sobre esta visita real se han venido montando a lo largo de la historia en cuanto a las relaciones amorosas de Salomón y la reina de Saba. Como no sea la afición de Salomón por las mujeres, que se traducía en un amplio harén de esposas y concubinas, algo que formaban parte de la red de alianzas del rey. La reina de Saba pudo ser fea o guapa, joven o vieja. No lo sabremos nunca. Sin nombre en la Biblia, es Makeda en la tradición oral preislámica recogida en el Corán. En otra tradición se llama Balkis, Bilikisu Sungbo en la Nigeria islámica, uno de los últimos puntos del mundo en reclamarse como patria y sepulcro de la reina, además de los ya tradicionales Yemen o Etiopía. Así, una de las figuras centrales de la cultura rasta es el emperador de Etiopía Ras Tafari Makonen, Haile Selassie I, el 2.250º descendiente de Salomón y la reina de Saba según el Kebra Negest, la «Biblia» de Etiopía, que recoge la orden impartida a Menelik I, hijo de Salomón y la reina de Saba (nada menos), de llevar el Arca de la Alianza del templo de Salomón al reino de Etiopía junto a los primogénitos de Jerusalén.

Sin entrar en el ámbito de esoterismos varios, todo ungüento, perfume o especia parece que fue traído o usado por la Reina de Saba, desde la mirra, el incienso y el bálsamo, hasta la humilde canela y el café. Unas veces para sus «taimadas» artes y otras para realzar su hermosura, según sea considerada siniestramente maga o simplemente bella.

Y toda supuesta sabiduría en un gobernante, rey o juez se parangona con la sabiduría salomónica. Leer más detenidamente la Biblia revela además una confianza de esa sabiduría en el instinto humano, la más elemental de las sabidurías. En el conocido «juicio de Salomón» el rey aplica una justicia, injusta por estricta, que deja al veredicto de «las entrañas» de la verdadera madre. Las artes plásticas de todos los tiempos han encontrado su inspiración en las leyendas sobre Salomón y la reina de Saba. Todas las épocas han tratado de representarlos, vistiéndolos a la moda vigente con retoques a su entender exóticos. Las fantasías pueden continuar. Cualquier versión nueva o antigua tiene las mismas posibilidades (es decir, ninguna) de acercarse a una realidad de la que difícilmente sabremos más en el futuro.

Pero para quienes gusten de hechos concretos, un rey de las características de Salomón (aunque quizá no hablase con los animales como consta en muchas tradiciones) y un relativamente próspero Estado en el corazón del antiguo Canaán pudo existir en el siglo X a.C., y también una reina como la de Saba (tal vez tan comerciante como Salomón). La tozuda y tecnificada arqueología actual los sitúa justamente ahí: en la frontera de la historia.