ARTÍCULOS DE OPINIÓN


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¿De qué parte está Dios?

JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

 

Una curiosa coincidencia se ha producido entre los dos dirigentes enfrentados en el actual conflicto bélico: tanto el presidente norteamericano George W. Bush como Osama Bin Laden están convencidos de tener a Dios de su lado. 'Que Dios siga bendiciendo a América', fue como terminó Bush su comunicado del día en que ordenó iniciar los bombardeos. 'El Dios omnipotente ha golpeado América', dijo Bin Laden en el vídeo que fue hecho público en aquellas mismas horas. Én términos negativos, se había expresado también la mima coincidencia ya el fatídico 11 de septiembre, cuando aún no se tenía idea de quiénes podían ser los autores de los atentados, y el presidente norteamericano no dudó en atribuírselos a Satán; Gran Satán había sido precisamente el nombre con que los fundamentalistas chiítas designaban a los Estados Unidos en los momentos álgidos de la fiebre revolucionaria iraní. Y como los seres sobrenaturales invocados por los líderes políticos han mantenido su habitual mutismo, sin quejarse de que su nombre sea usado en sentidos tan opuestos, quizá convenga puntualizar algunas cosas sobre estas referencias, tan desenvueltas, al orden divino/demoniaco.

La primera y más obvia reflexión es que esta similitud de puntos de vista entre los contendientes, en lugar de ser tranquilizadora, debería hacernos temer lo peor. Porque cuando se combate en nombre de Dios, o contra Satán, no hay límites morales. Todo es lícito, incluso eliminar físicamente a buena parte de nuestros congéneres, para salvar al resto de la humanidad del dominio del Maligno o para conducirla, de grado o por fuerza, a la bienaventuranza eterna.

Afortunadamente, por parte de los norteamericanos, no da la impresión de que estas referencias tengan mucha virtualidad operativa. Pese a la conocida vinculación que Max Weber estableció entre protestantismo y capitalismo, no parece que la clave última del dinamismo de aquella sociedad sea el convencimiento de que hay una vida sobrenatural que deba ser conquistada por medio de nuestra fe o nuestra actividad en este valle de lágrimas. Más bien parece que ocurre lo contrario: que la peculiaridad de los Estados Unidos ha sido siempre la libertad de creencias y la separación entre religión y autoridad política, que pactaron desde el momento de su desembarco aquellos pobres emigrantes huidos de la Europa de las guerras de religión. Según aquel convenant inicial, entre ellos no se impondría ninguna fe, sino sólo el respeto a unas normas jurídicas que hicieran posible la convivencia. Gracias a aquel clima de libertad, la religión mantuvo cierto prestigio y siguen vigentes hoy referencias convencionales a unas creencias muy genéricas, que las fuerzas políticas más conservadoras, bien representadas por el presidente actual, intentan reforzar. Pero aquella sociedad, paradigma -para bien y para mal- del mundo moderno, se basa en lo que llamamos una identidad cívica: no se es americano por tener determinado color de piel, ni cierta religión, ni aun por hablar inglés, sino por haber nacido o haberse nacionalizado en los Estados Unidos y respetar aquel marco jurídico.

En la época en que aquellos peregrinos protestantes estaban cruzando el Atlántico, la España de los Habsburgo era precisamente el ejemplo de la actitud opuesta: se optó por la unidad de creencias como garantía de la paz social. Y la Inquisición se encargó de eliminar todo rastro de disidencia respecto de la doctrina oficial. Gracias a ello puede que se evitaran las guerras de religión, que devastaron el norte de Europa, pero se pagó un altísimo coste: sumisión ciega a la verdad oficial, miedo al pensamiento libre, aislamiento frente a las innovaciones científicas; en definitiva, ignorancia y atraso.

Hoy parece evidente que los exclusivismos étnicos y religiosos no sólo no garantizan la paz social, sino que son fuentes potenciales de violencia. Nada hay menos adecuado para explicar el acto de vesania que ha enterrado a miles de personas entre los escombros del bajo Manhattan que el manido sermón sobre la anomia o la falta de valores éticos de la sociedad en que vivimos. Quienes lo han cometido no pueden ser descritos como individuos carentes de valores; por el contrario, eran gente animada por profundas creencias y dotada de una capacidad de sacrificio tan grande como para inmolar la propia vida por una causa que creían superior. Pero eran también seres convencidos de que las ideas pueden y deben defenderse por la violencia, de que tenían derecho a matar a quienes no se plegaran a su visión del mundo.

Ésa es precisamente la diferencia entre las sociedades basadas en la intolerancia y la homogeneidad étnica, y las sociedades basadas en la libertad, la multiplicidad cultural y el respeto cívico hacia quienes son diferentes por sus creencias, sus costumbres o su color de piel. Esta última es la idea fundamental de la sociedad liberal moderna: que ni hay verdades ni hay formas de ser oficiales; que cada cual es libre para conducirse con arreglo a sus gustos y principios, siempre que con ello no se interfiera en la libertad de los demás. Y es precisamente contra esta idea, contra la modernidad -que ellos, incapaces de manejarse con ideas abstractas, personifican en los americanos-, contra lo que intentan defenderse con uñas y dientes clérigos fundamentalistas y creyentes en identidades esenciales y eternas.

Esta convivencia en libertad no es fácil de entender ni de practicar, especialmente cuando se parte de un mundo cultural ajeno a la tradición liberal. Si en España hay sectores de opinión que consideran aceptable matar para imponer las propias ideas, cómo explicar que el derecho de manifestación, por ejemplo, no significa que se pueda hacer la vida imposible a los demás para obligarles a oír nuestras quejas. Es algo que debiera enseñarse en las escuelas, con cargo al presupuesto público; porque el fomento de la convivencia pacífica es una de las funciones de los Gobiernos, que, en cambio, deben abstenerse de intervenir en cualquier debate doctrinal. El civismo es bueno y necesario para todos, mientras que las religiones o las identidades étnicas ni son comunes a todos ni son siempre buenas para la convivencia. Miren por dónde, la profesora de religión despedida y las Torres Gemelas tienen algo que ver.


José Álvarez Junco es catedrático de Historia de los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX.