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La sexualidad, asignatura pendiente del cristianismo

JUAN JOSÉ TAMAYO


Juan José Tamayo, es Teólogo

Las sanciones de la jerarquía eclesiástica contra el sacerdote de Valverde del Camino (Huelva) que ha declarado públicamente su comportamiento homosexual, así como las descalificaciones contra su persona ('desorden moral', según el portavoz de la Conferencia Episcopal, o 'enfermedad', según el obispo de Mondoñedo-Ferrol) vienen a confirmar que la sexualidad sigue siendo una de las asignaturas pendientes del cristianismo. El rechazo o la negación de la misma por parte de las iglesias cristianas en general radica en la concepción dualista del ser humano, que no tiene su origen ni en la tradición judía, de la que arranca el cristianismo, ni en Jesús de Nazaret, con quien se inicia el itinerario de la fe cristiana. En este terreno, el cristianismo es heredero de Platón, de Pablo de Tarso y de Agustín de Hipona.

De Platón arranca la concepción antropológica dualista que distingue en el ser humano dos elementos en oposición frontal: el cuerpo y el alma. Lo que identifica al ser humano es el alma, que constituye la esencia de la persona. El cuerpo es un lastre, una carga; peor aún, la cárcel donde vive prisionera el alma durante su peregrinación por la tierra. El cuerpo y sus deseos son los causantes de las guerras, luchas y revoluciones. Por su culpa no se puede contemplar la verdad ni conocer nada de forma pura.

En las cartas de san Pablo quedan numerosos restos de dualismo antropológico, como demuestran las exhortaciones morales que hace en sus cartas a los cristianos y cristianas de las comunidades fundadas o animadas por él. Buena parte de las listas de pecados que aparecen en dichas cartas tiene que ver con la sexualidad, y las actitudes morales que recomienda a los creyentes en Cristo son represivas del cuerpo. Carne y espíritu aparecen como dos principios que caminan en dirección contraria: 'Proceded según el espíritu, y no déis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí tan opuestos que no hacéis lo que queréis... Las obras de la carne son: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias... Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y apetencias' (Gálatas 5, 16 ss).

Tras su conversión y la lectura de los neoplatónicos y de los escritos paulinos, san Agustín hizo suya la concepción antropológica dualista tanto en su vida, con la renuncia a los placeres del cuerpo por considerarlos un obstáculo para la salvación, como en su doctrina moral, proponiendo como ideal cristiano la abstinencia sexual. Desde entonces funge como teoría y práctica oficiales en las iglesias cristianas.

¿Cómo conseguir la liberación? Lacerando el cuerpo, reprimiendo los instintos, renunciando a los placeres corporales. ¿Cómo lograr la sabiduría y acceder al conocimiento puro? Desembarazándonos del cuerpo y contemplando las cosas en sí mismas sólo con el alma.

El cuerpo, preferentemente el de la mujer, se considera motivo de tentación, ocasión de escándalo y causa de pecado. Hay que evitar, por ende, exhibirlo, cuidarlo, mejorarlo, embellecerlo. Hay que ocultarlo (por ejemplo, con el velo, vestidos largos, etcétera), castigarlo, mortificarlo hasta dejarlo irreconocible. Desde esta lógica dualista se argumenta que el cuerpo de la mujer no puede representar a Cristo, que fue varón y sólo varón, no puede perdonar los pecados por su falta de sigilo, no puede, en fin, ser portador de gracia, sino de sensualidad pecaminosa. En consecuencia, tampoco puede ser sacerdote.

La imagen negativa del cuerpo femenino fue decisiva en las condenas de la Inquisición contra las mujeres. Éstas comunicaban los conocimientos inspirados por la divinidad a través de él. El cuerpo de las mujeres en éxtasis era signo de inhabitación del Espíritu Santo y de la presencia de Dios. Ciertas visiones, como el enamorarse de Jesús o los besos y las caricias de las místicas hacia él, tenían carácter erótico. En una época en que se sobrevaloraba lo intelectual como vía de acceso a Dios y se despreciaba el cuerpo, tales experiencias despertaban sospecha, y quienes las tenían terminaban por ser condenadas con frecuencia a la hoguera. ¡Cuanto más si eran mujeres!

Sin embargo, la concepción dualista del ser humano que lleva al rechazo de la sexualidad y al desprecio del cuerpo no parece la más acorde con los orígenes del cristianismo, ni refleja el pensamiento judío. Éste entiende a la persona como una unidad no compartimentada. Todo el ser humano es imagen de Dios. Y lo es como hombre y mujer. El ser humano es sexuado, y en cuanto tal se dirige a Dios. La moral judía no es represiva del cuerpo. Defiende el placer, el goce, el disfrute de la vida, como se pone de manifiesto en múltiples tradiciones religiosas de Israel. El libro bíblico del Eclesiastés, por ejemplo, afirma la vida material y sensual en la cotidianidad, e invita a comer el pan y beber el vino con alegría, a disfrutar del fruto del propio trabajo y a gozar con la persona a quien se ama, a llevar vestidos blancos y perfumar la cabeza (Eclesiastés, 9, 7-9). Llama a los jóvenes a disfrutar y pasarlo bien, a dejarse llevar del corazón y de lo que atrae a los ojos, a rechazar las penas del corazón y los dolores del cuerpo (11, 9).

La vida y el mensaje de Jesús de Nazaret se ubican en ese horizonte vital, e incluso vitalista. La incompatibilidad que establece no es entre Dios y la sexualidad, entre el E(e)spíritu y el cuerpo, entre las bienaventuranzas y la felicidad, sino entre el Dios dadivoso y la opulencia, entre el Dios débil y el poder opresor, entre el Dios de vida y los ídolos de muerte.

La reflexión cristiana feminista está desarrollando hoy una importante teología del cuerpo en esa línea, de la que fue pionero el teólogo alemán Dietrich Bonhoffer en su emblemática obra Ética, donde muestra que el disfrute del cuerpo es fin en sí mismo -y no simple medio para la consecución de otro fin superior-, cauce privilegiado de comunicación interhumana, mediación necesaria entre los humanos para el encuentro de Dios, y que la felicidad es un derecho irrenunciable de toda persona que ninguna religión puede reprimir.

Termino con unos versos, creo que de Mario Benedetti, que vienen aquí como anillo al dedo: 'Dice la Iglesia: el cuerpo es un pecado. / Dice el mercado: el cuerpo es un negocio. / Dice el cuerpo: yo soy una fiesta'. Cuando el cristianismo descubra que la sexualidad es una fiesta, y los confesores lo incluyan entre las buenas obras, habrá comenzado una nueva era.


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