ARTÍCULOS DE OPINIÓN


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El odio a la Navidad

VICENTE VERDÚ

 

Cada año, mayor número de personas reniega de la Navidad. Hace unos días hicieron un sondeo en una cadena de televisión y el sesenta y tanto por ciento de los consultados confesaron que les 'agobiaban' estas fiestas. Para unos las fechas navideñas son demasiado familiares, para otros demasiado caras, para todos excesivamente falsas. El disfrute navideño de hace 50 años parecía muy coherente con la clase de sociedad que reinaba entonces, pero ahora, una fiesta tan cargada de hogar y de religión, tan traspasada de villancicos, espumillones y lazos no se corresponde con la actualidad.

Las fiestas de la Navidad se han quedado viejas y ni siquiera el reciclaje de su celebración mediante el consumo sin tregua, las orgías sexuales de nochevieja o los viajes más exóticos, han logrado compensar su vetustez. Cada vez que llega la Navidad retrocedemos en la hora de la civilización o nos vemos forzados a hacer como si creyéramos en la persistencia de una historia perdida. La Navidad es rural a través del belén o del árbol, es falsa a través de Papá Noel y los Reyes Magos, es impertinentemente cara cuando su fondo es la caridad universal.

El malestar que siente mucha gente en Navidad procede especialmente de ese desacuerdo entre la realidad y su fiesta, y la decadencia que despide tanto una como otra. Pocos obtienen una simbólica felicidad suplementaria por la conmemoración del alumbramiento divino y pocos ven que la familia encuentre, por su parte, mayor entrañamiento en las contemporáneas mesas del comedor. Más bien en la familia cada cual tira por su lado para tratar de ponerse contento y el Niño Jesús no progresa siquiera en los parvularios. Los elementos de la Navidad son invenciblemente rurales y no urbanos, son obsesivamente religiosos en tiempos de laicidad y cándidos en una cultura general de la sospecha.

La fiesta se mantiene en pie como un muñeco al que nadie se preocupa en abatir, seguros de que, efectivamente, no es otra cosa que un mostrenco. Lo que hace más insufrible hoy la Navidad no es ser un desafecto sino tratar de quererla todavía. Lo que más deprime a una mayoría de los habitantes que se deprimen no procede del desapego a sus símbolos sino de la imposibilidad de asumirlos. Otras fiestas llegadas de tiempos atrás se reciben hoy con simpatía, pero la Navidad se ha hecho antipática a fuerza de explotarse a sí misma, de recrear sus simulacros, de inflarse como una representación global de un empalagoso júbilo a plazo fijo. Un júbilo tan cuidadosamente escenificado, tan abusivamente patrocinado por los comercios, los ayuntamientos, las radios o la publicidad que no necesita de nosotros para triunfar.

Esta fiesta en lugar de depender de nuestra adhesión y nuestra exaltación, se ama a sí misma. Comercializada, proclamada, globalizada y sentimentalizada de antemano, funciona como un artefacto multinacional autónomo donde ya importamos poco. La fiesta opera como un hecho teatral acabado al que la gente debe acoplarse de acuerdo a las reglas del ritual tradicional. La población ingresa en ella más que profesa en ella y actúa hipócritamente en correlación con la alta hipocresía del montaje. De ahí la enajenación creciente que muchos ciudadanos sienten mientras van de aquí para allá en estos días de purpurina, empujados, conducidos, pulsados para reunirse con los allegados, inducidos a comprar, gastar, regalar. Todo ello envuelto en una atmósfera de músicas y lucecitas, como si se hubiera dispuesto una hechizante escenografía para dar el timo.

¿Un timo la Navidad? Si nuestros padres hubieran escuchado esto no habrían vacilado en creernos locos. No habrían dudado en suponernos alienados por alguna influencia del mal. Ahora, sin embargo, la alienación consiste en ser muy consumidor, muy bebedor y gourmand, muy navideño en Navidad; y la mayor liberación, por el contrario, es pasar estos días como si no pasara nada. Es decir, como si la Navidad se hubiera hecho transparente, inexistente, sólo un problema de la multitud.