Los dueños de la verdad


Hay un anticlericalismo de salón que, por paradójico que parezca, se retroalimenta con su enemigo clerical


FRANCESC VALLS 13/12/2009



Recreación de los autobuses que circularán por Barcelona

Algunos suplementos religiosos no deberían estar al alcance de los niños. En uno de esos encartes de fervorín de un castizo y vetusto rotativo podía leerse esta misma semana: "Instituciones internacionales como la UE y la ONU y entidades supuestamente filantrópicas como la Fundación Rockefeller colaboran con la expansión por todo el mundo de la cultura de la muerte". Todas estas entidades eran calificadas de "desechos tóxicos espirituales contra la vida y la familia" por un suplemento impreso en la capital de este país de excesos. Unas páginas más adelante, y serpenteando la guerra de los crucifijos -¿guerra?, ¿quién dijo guerra?-, una manifestación literaria de cómo ve el episcopado la festividad de la Inmaculada Concepción, dogma patrio por excelencia.

No es por entrar a debatir si la declaración de la Inmaculada fue una pirueta de Pío IX para colar en 1854 de rondón su infalibilidad, pero cuando se proclamó el dogma español por antonomasia faltaban 16 años para la caída de Roma, había muchos nervios en la corte vaticana y el Papa redactor del inquietante Syllabus antimodernista intentaba cubrir con un halo de divinidad las partes que le quedaban al descubierto al esfumarse sus terrenales Estados Pontificios. Hoy, siglo y medio después, algunos de esos tics vuelven por sus fueros. En esta sociedad se deniegan permisos para abrir oratorios musulmanes, se somete a referéndum si molestan o no los minaretes, y el democristiano Duran Lleida insinúa que el Gobierno de la Generalitat financia a islamistas y calla cuando se subvencionan con dinero público congregaciones católicas de derecho pontificio fundadas por pederastas. Pero en esta sociedad es todavía anatema hablar de si la festividad de la Inmaculada se puede desplazar a un lunes por motivos de calendario laboral. A la consejera de Trabajo, Mar Serna, se le ocurrió afirmar que la Inmaculada Concepción de María no debería ser un día festivo en una sociedad laica, y menos en la semana de la Constitución. Era mejor trasladarla al lunes siguiente. Nadie salió en su defensa, porque nadie quiso reabrir un debate con viejos anclajes. Diversas tribunas nacionalcatólicas rugieron contra la infiel por desafiar un dogma entronizado por el episcopado español y apuntalado por el socialismo a finales de los ochenta. Corría 1988 cuando el propio Alfonso Guerra pactó con la Conferencia Episcopal que la Inmaculada fuera jornada festiva. Sin duda, debe ser el peso de tradición. Y tan feliz maridaje contó con la bendición de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, a la que no le duelen prendas cuando se trata de dogmas patrios.

La misma semana en que la consejera se ha dejado arrastrar por el espíritu carbonario de Mazzini, el colectivo E-Cristians ha visto como Transportes Metropolitanos de Barcelona vetaba una campaña en sus autobuses contra el aborto. La empresa que administra la publicidad de TMB ha decidido que Dios y la razón deben apearse del autobús y que las campañas han der ser ligeras. Tras la experiencia del Probablemente Dios no existe, deja de preocuparte y disfruta la vida, promovida por colectivos ateos y agnósticos hace justamente un año, y la contracampaña creyente de Dios te ama, los guardianes de las esencias publicitarias y el Ayuntamiento de Barcelona se han inclinado por banalizar la mirada del usuario.

A principios del siglo XXI esta sociedad no ha sabido encontrar el término justo, el equilibrio del laicismo puro y simple. Las cruces siguen presidiendo aulas y ceremonias de toma de posesión de los ministros. Los matrimonios religiosos tienen automáticamente valor civil. Los funerales de Estado eran hasta ayer oficiados por cardenales y arzobispos... España se consagra cada año al apóstol Santiago. Y en las fiestas de guardar, es fácil ver políticos -ateos, agnósticos, judíos y gentiles- endomingados y acudiendo a misa.

Hay un anticlericalismo de salón que se retroalimenta con su enemigo clerical. Por paradójico que parezca, a veces el poder civil y el eclesial se alían para que la fe o la descreencia se queden en manifestaciones superficiales, carentes de calado, invocando a la tradición. Y todo queda como antes. El tufo nacionalcatólico se resiste a abandonar las estancias de las que se había enseñoreado. Es la vuelta a la seguridad del dogma, a los dueños de la verdad.


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